VERANO QUE NO TERMINA

miércoles, 20 de mayo de 2020

Vi perros muertos en la carretera, mujeres que se protegían del sol con paraguas en los arcenes. Bebí agua de coco en el mercado de antigüedades. Vi aceras devoradas por las raíces de los árboles. Vi a niñas aprendiendo boxeo en el parque. Me bañé en una playa desierta. La Policía Federal detuvo dos veces el autobús en el que viajaba el día que el gobierno puso en libertad al hijo del chapo Guzmán en Sinaloa, horas después de su detención. Escribí postales. Hice un pacto que no pude cumplir. Sobrevolé la selva. Paseé de noche por el DF tantas veces como pude, vi las hojas de los árboles bailar con el viento. Floté.
Algunas de las fotos del primer carrete salieron veladas. En el momento sentí rabia pero, más tarde, comprendí que los instantes que quisimos capturar fueron de tal luminosidad que ésta traspasó los negativos y también mi corazón. Ahora guardo toda esa luz en los bolsillos por si llegan días grises.



Mateo me enseñó a hacer cerámica en su taller de San Cristóbal de las Casas y me explicó que los años que ha dedicado a investigar con el barro le han enseñado más sobre la vida que sobre la cerámica en sí misma. A menudo, lo importante no depende de nosotros sino del curso natural de las cosas. Experimentar con barro te enseña a desarrollar la paciencia y a tomar consciencia de la importancia de los elementos de la naturaleza y sus ciclos. Aprendes, también, que las expectativas no suelen ser buenas compañeras. Aprecias la belleza de lo imperfecto y te das cuenta de que lo que aparentemente puede parecer frágil es infinitamente más resistente de lo que pensabas.




Sergio vive actualmente en el lugar donde me hospedé en Tepoztlán. Pinta, y hace murales y mosaicos enormes con cristales de colores. Una noche coincidimos en el pueblo, volvimos juntos a casa y cenamos yogur con granola junto a la piscina. El día que me fui me regaló varios de los cuadros que había pintado en Costa Rica.

Zayra me enseñó a bailar cumbia en La Revolución, el mítico bar de San Cristóbal. 

A Mauricio lo conocí mi última noche en Chiapas. Es ingeniero y trabaja en el sector del petróleo dirigiendo su propia empresa que cuenta con oficinas en todo el mundo. Me contó que viaja por trabajo trescientos días al año pero siempre encuentra un hueco para hacer lo que más le gusta: asistir como voluntario junto a una ONG a los lugares más recónditos de la selva del Amazonas para ayudar a los habitantes de los poblados en temas que abarcan desde soluciones de ingenieria para facilitarles la vida cotidiana hasta las cuestiones más básicas de higiene personal. Con la mirada cristalina me dijo que cada vez que se desplaza hasta ese lugar pone en peligro su vida pero, una vez allí, alejado del ruido de las ciudades y de lo superfluo, tiene la certeza clara de que está donde tiene que estar.

Mi amigo Fito me recordó que caer no es malo,  implica que tienes que levantarte y con la práctica aprendes a poner las manos para no lastimarte. Él es skater, fotógrafo, escultor, diseñador de ropa y una de las personas más puras que he conocido. Con doce años se fue de casa y abandonó solo el país para descubrir el mundo y cumplir sus sueños. Algún dia contaré su historia porque eriza la piel. Juntos, tomamos zumo de frutas varias tardes en una de mis calles favoritas de la ciudad.

Giuseppe se marea con facilidad porque dice que en CDMX todo está inclinado. Una noche cenamos en la terraza de un restaurante de comida japonesa en La Condesa y hablamos, entre otras cosas, sobre los años que vivimos en París, sobre ese torbellino de la ciudad que te atrapa y se instala en tus entrañas para siempre sin que puedas hacer nada para evitarlo. Me encanta el toque de humor socarrón italiano implícito en todo lo que dice. De haber coincidido con él en Europa, sé que también nos hubiéramos hecho amigos.



En el aeropuerto, unos minutos antes de emprender el viaje de vuelta a España, vi a un anciano que viajaba solo en silla de ruedas. Llevaba una maleta pequeña fucsia, un smartphone y unas sandalias Birkenstock con calcetines. Al pasar a su lado, con una sonrisa amplia y entrañable que me recordó a la de mi abuelo, me dijo: señorita, le brilla la mirada y, a continuación, añadió: recuerde que la verdadera revolución es la del corazón. Yo le sonreí mirándole a los ojos y continué caminando para entrar al avión. La bondad es como el sol después de la tormenta, pensé.  Llega de forma inesperada y cubre todo con una luz brillante.

Gracias México desde lo más hondo de mi corazón porque en tus paisajes viajé a las profundidades de mí misma y me sentí a salvo. En tus rincones amé la vida. Mi cuerpo vibró cada día.
Qué precioso fue llegar ahí y sentir, de repente, que el otoño se convertía en verano. Un verano que aún no termina.



Sobre mi viaje a México en septiembre y octubre de 2019

THE WHITE ISLAND


I remember moving fluidly those days. It was like there was something invisible that wanted me to stay.



Texto y fotos: Yasmina Pérez
Ibiza, 2017

NUIT BLANCHE







Fotos: Yasmina Pérez
París, Octubre 2014

CALIFORNIA

viernes, 27 de julio de 2018

Me había mudado ese día. La ropa estaba aún en cajas y había libros en todas las habitaciones apilados en el suelo.  Antes de acostarme, me preparé un té y salí a la terraza. Me senté en una de las viejas sillas de madera y observé a mi alrededor, quería fijarme en los detalles. Sentí el aire frío en la cara. Aquel fue un otoño tardío con temperaturas suaves hasta bien entrado noviembre. 

Hay algo único y fugaz la primera noche que duermes en una casa cuando acabas de mudarte, una mezcla de expectación y excitación, lo que se siente las primeras veces de casi todo, supongo.
Al acostarme la luz de la luna entraba por la ventana y desde la cama podía ver el cielo. Escuché algunos ruidos y, mientras me preguntaba de dónde vendrían, me quedé dormida. 

Al día siguiente, salí de casa temprano en dirección al aeropuerto. Lo siguiente que recuerdo es estar en el avión, sentada en el suelo, comiendo mandarinas. Estaba con ellos junto a una de las puertas. Había espacio suficiente y pudimos colocarnos en círculo. Al cabo de quince o veinte minutos la azafata nos dijo que no podíamos estar ahí por motivos de seguridad y cada uno tuvo que volver a su sitio. 

Sobrevolamos Groenlandia, pude ver los glaciares con claridad. Durante varios minutos viajé con la cabeza pegada a la ventanilla, no podía dejar de mirar aquella extensión inmensa de hielo, agua y cielo. 



Una vez leí que cuando hace frío la mayoría de las cosas van más deprisa, o llegan antes. Me refiero a las casualidades. Cómo será la vida allí, me pregunté, cómo se aprende a vivir sobre el hielo.

Llegamos a Los Angeles al atardecer, hacía calor. Recogimos el coche de alquiler en el rentacar, nos dieron el clásico mono volumen extra largo de color oscuro que aparece en todas las pelis americanas, y con ayuda del GPS llegamos de noche al AIRBNB que habíamos alquilado. Dormimos poco,  a las 5 o 6 de la mañana subí a la terraza, el cielo estaba pintado de rosa, vi palmeras. Charly subió al tejado para sacar fotos.

Me gustaron los días que pasamos en Venice, la luz anaranjada que lo cubría todo, nuestra casa que daba al parque, los paseos al amanecer, el jet lag. Me gustó cuando fuimos a Santa Mónica y se nos hizo de noche en el embarcadero.





















Nuestro viaje por carretera empezó una mañana muy temprano. Nos habían dicho que saliéramos al amanecer si queríamos evitar las infinitas colas que se forman a diario en la autopista para salir de Los Angeles.

Las Vegas, El Gran Cañón, La Ruta 66, Death Valley, Yosemite, El Parque Nacional de las Sequoias, San Francisco.














Visitamos tantos lugares maravillosos, recorrimos tantos caminos. Pienso en lo efímero de los momentos, en la fragilidad de la cosas, en la asombrosa capacidad de la mente para atesorar paisajes nuevos y las emociones asociadas a ellos. Durante aquellos días sentí la libertad en mi piel. 
La vida nómada, la paz que te abraza cuando te dejas llevar. La belleza de lo natural.

Recuerdo la grandiosidad del Gran Cañón. Recuerdo cuando nos tumbamos en la hierba en Yosemite. Una ligera brisa nos acariciaba el cabello, hacía sol. 







m la Me acuerdo de la noche que pasamos en Mariposa, un pueblo de 1000 habitantes situado a media hora de Yosemite. Estábamos cansados. Bebimos cerveza sentados en el suelo de moqueta de la habitación del motel. Charly nos hizo reir.


Una tarde conduje durante varias horas por el Valle de La Muerte, estábamos solos en la carretera. La luz del día se fue apagando y la oscuridad abrió paso a las estrellas. La carretera se dibujaba en el horizonte como un río profundo que se adentra en las montañas. Ibamos en silencio.

Recuerdo la puesta de sol en La Ruta 66. El cielo y el suelo anaranjados, la tierra suspendida se mezclaba con el aire. Recuerdo a Pedro con su cámara de vídeo, su sonrisa.

Llegamos a San Francisco el Día de Acción de Gracias y Agus nos preparó una cena deliciosa. Comimos sentados alrededor de la mesa de centro del salón y acabamos jugando a no sé qué. Recuerdo estar tirados en el suelo riendo a carcajadas.

La luz del atardecer en San Francisco es diferente a todas las demás. El cielo se pinta de violeta y rosado.  El germen de libertad y atrevimiento del movimiento hippie de los años sesenta se palpa en las calles, en la moda, en la música que sigue sonando, en la diversidad de su gente, en la conciencia ecologista de sus habitantes, en su sed de vanguardia. 

Qué bonito fue sentir de cerca todo lo que queda del Verano del Amor.











Recuerdo tantos momentos de nuestros días en California que podría escribir durante horas. Aquel viaje fue un regalo.

Han pasado cosas desde entonces. Ochos meses, otras personas, otros viajes. Pero hay algo que tengo claro. Lo más hermoso de aquella aventura fue con quien la compartí.


Texto y fotos: Yasmina Pérez
California, Noviembre 2017