Sergio vive actualmente en el lugar donde me hospedé en Tepoztlán. Pinta, y hace murales y mosaicos enormes con cristales de colores. Una noche coincidimos en el pueblo, volvimos juntos a casa y cenamos yogur con granola junto a la piscina. El día que me fui me regaló varios de los cuadros que había pintado en Costa Rica.
Zayra me enseñó a bailar cumbia en La Revolución, el mítico bar de San Cristóbal.
A Mauricio lo conocí mi última noche en Chiapas. Es ingeniero y trabaja en el sector del petróleo dirigiendo su propia empresa que cuenta con oficinas en todo el mundo. Me contó que viaja por trabajo trescientos días al año pero siempre encuentra un hueco para hacer lo que más le gusta: asistir como voluntario junto a una ONG a los lugares más recónditos de la selva del Amazonas para ayudar a los habitantes de los poblados en temas que abarcan desde soluciones de ingenieria para facilitarles la vida cotidiana hasta las cuestiones más básicas de higiene personal. Con la mirada cristalina me dijo que cada vez que se desplaza hasta ese lugar pone en peligro su vida pero, una vez allí, alejado del ruido de las ciudades y de lo superfluo, tiene la certeza clara de que está donde tiene que estar.
Mi amigo Fito me recordó que caer no es malo, implica que tienes que levantarte y con la práctica aprendes a poner las manos para no lastimarte. Él es skater, fotógrafo, escultor, diseñador de ropa y una de las personas más puras que he conocido. Con doce años se fue de casa y abandonó solo el país para descubrir el mundo y cumplir sus sueños. Algún dia contaré su historia porque eriza la piel. Juntos, tomamos zumo de frutas varias tardes en una de mis calles favoritas de la ciudad.
Giuseppe se marea con facilidad porque dice que en CDMX todo está inclinado. Una noche cenamos en la terraza de un restaurante de comida japonesa en La Condesa y hablamos, entre otras cosas, sobre los años que vivimos en París, sobre ese torbellino de la ciudad que te atrapa y se instala en tus entrañas para siempre sin que puedas hacer nada para evitarlo. Me encanta el toque de humor socarrón italiano implícito en todo lo que dice. De haber coincidido con él en Europa, sé que también nos hubiéramos hecho amigos.
En el aeropuerto, unos minutos antes de emprender el viaje de vuelta a España, vi a un anciano que viajaba solo en silla de ruedas. Llevaba una maleta pequeña fucsia, un smartphone y unas sandalias Birkenstock con calcetines. Al pasar a su lado, con una sonrisa amplia y entrañable que me recordó a la de mi abuelo, me dijo: señorita, le brilla la mirada y, a continuación, añadió: recuerde que la verdadera revolución es la del corazón. Yo le sonreí mirándole a los ojos y continué caminando para entrar al avión. La bondad es como el sol después de la tormenta, pensé. Llega de forma inesperada y cubre todo con una luz brillante.
Gracias México desde lo más hondo de mi corazón porque en tus paisajes viajé a las profundidades de mí misma y me sentí a salvo. En tus rincones amé la vida. Mi cuerpo vibró cada día.
Qué precioso fue llegar ahí y sentir, de repente, que el otoño se convertía en verano. Un verano que aún no termina.
Sobre mi viaje a México en septiembre y octubre de 2019