CALIFORNIA

viernes, 27 de julio de 2018

Me había mudado ese día. La ropa estaba aún en cajas y había libros en todas las habitaciones apilados en el suelo.  Antes de acostarme, me preparé un té y salí a la terraza. Me senté en una de las viejas sillas de madera y observé a mi alrededor, quería fijarme en los detalles. Sentí el aire frío en la cara. Aquel fue un otoño tardío con temperaturas suaves hasta bien entrado noviembre. 

Hay algo único y fugaz la primera noche que duermes en una casa cuando acabas de mudarte, una mezcla de expectación y excitación, lo que se siente las primeras veces de casi todo, supongo.
Al acostarme la luz de la luna entraba por la ventana y desde la cama podía ver el cielo. Escuché algunos ruidos y, mientras me preguntaba de dónde vendrían, me quedé dormida. 

Al día siguiente, salí de casa temprano en dirección al aeropuerto. Lo siguiente que recuerdo es estar en el avión, sentada en el suelo, comiendo mandarinas. Estaba con ellos junto a una de las puertas. Había espacio suficiente y pudimos colocarnos en círculo. Al cabo de quince o veinte minutos la azafata nos dijo que no podíamos estar ahí por motivos de seguridad y cada uno tuvo que volver a su sitio. 

Sobrevolamos Groenlandia, pude ver los glaciares con claridad. Durante varios minutos viajé con la cabeza pegada a la ventanilla, no podía dejar de mirar aquella extensión inmensa de hielo, agua y cielo. 



Una vez leí que cuando hace frío la mayoría de las cosas van más deprisa, o llegan antes. Me refiero a las casualidades. Cómo será la vida allí, me pregunté, cómo se aprende a vivir sobre el hielo.

Llegamos a Los Angeles al atardecer, hacía calor. Recogimos el coche de alquiler en el rentacar, nos dieron el clásico mono volumen extra largo de color oscuro que aparece en todas las pelis americanas, y con ayuda del GPS llegamos de noche al AIRBNB que habíamos alquilado. Dormimos poco,  a las 5 o 6 de la mañana subí a la terraza, el cielo estaba pintado de rosa, vi palmeras. Charly subió al tejado para sacar fotos.

Me gustaron los días que pasamos en Venice, la luz anaranjada que lo cubría todo, nuestra casa que daba al parque, los paseos al amanecer, el jet lag. Me gustó cuando fuimos a Santa Mónica y se nos hizo de noche en el embarcadero.





















Nuestro viaje por carretera empezó una mañana muy temprano. Nos habían dicho que saliéramos al amanecer si queríamos evitar las infinitas colas que se forman a diario en la autopista para salir de Los Angeles.

Las Vegas, El Gran Cañón, La Ruta 66, Death Valley, Yosemite, El Parque Nacional de las Sequoias, San Francisco.














Visitamos tantos lugares maravillosos, recorrimos tantos caminos. Pienso en lo efímero de los momentos, en la fragilidad de la cosas, en la asombrosa capacidad de la mente para atesorar paisajes nuevos y las emociones asociadas a ellos. Durante aquellos días sentí la libertad en mi piel. 
La vida nómada, la paz que te abraza cuando te dejas llevar. La belleza de lo natural.

Recuerdo la grandiosidad del Gran Cañón. Recuerdo cuando nos tumbamos en la hierba en Yosemite. Una ligera brisa nos acariciaba el cabello, hacía sol. 







m la Me acuerdo de la noche que pasamos en Mariposa, un pueblo de 1000 habitantes situado a media hora de Yosemite. Estábamos cansados. Bebimos cerveza sentados en el suelo de moqueta de la habitación del motel. Charly nos hizo reir.


Una tarde conduje durante varias horas por el Valle de La Muerte, estábamos solos en la carretera. La luz del día se fue apagando y la oscuridad abrió paso a las estrellas. La carretera se dibujaba en el horizonte como un río profundo que se adentra en las montañas. Ibamos en silencio.

Recuerdo la puesta de sol en La Ruta 66. El cielo y el suelo anaranjados, la tierra suspendida se mezclaba con el aire. Recuerdo a Pedro con su cámara de vídeo, su sonrisa.

Llegamos a San Francisco el Día de Acción de Gracias y Agus nos preparó una cena deliciosa. Comimos sentados alrededor de la mesa de centro del salón y acabamos jugando a no sé qué. Recuerdo estar tirados en el suelo riendo a carcajadas.

La luz del atardecer en San Francisco es diferente a todas las demás. El cielo se pinta de violeta y rosado.  El germen de libertad y atrevimiento del movimiento hippie de los años sesenta se palpa en las calles, en la moda, en la música que sigue sonando, en la diversidad de su gente, en la conciencia ecologista de sus habitantes, en su sed de vanguardia. 

Qué bonito fue sentir de cerca todo lo que queda del Verano del Amor.











Recuerdo tantos momentos de nuestros días en California que podría escribir durante horas. Aquel viaje fue un regalo.

Han pasado cosas desde entonces. Ochos meses, otras personas, otros viajes. Pero hay algo que tengo claro. Lo más hermoso de aquella aventura fue con quien la compartí.


Texto y fotos: Yasmina Pérez
California, Noviembre 2017



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